Las cosas siempre pueden cambiar, para peor, para mejor

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Parque Nacional Cahuita

Todos los años Laura y yo viajamos hasta alguno de esos semi olvidados enclaves turísticos del Caribe Sur Costarricense, como una acción mitad cabalística, mitad de desintoxicación citadina.  Lo hacemos por lo general en octubre o noviembre, aprovechando los innumerables beneficios del fuera de época turística. De ese pequeño viaje siempre sacamos una pequeña historia para reflexionar.

Llegamos entonces, el día es soleado, el mar está calmo y destella colores celestes y turquesas, el caribe reboza de verde, es sábado y la sensación de que la vida vale la pena. Como llegamos unas horas antes del check in aprovechamos para, sin más rodeos, darnos nuestro merecido primer chapuzón.

Un rato después, en ese marco de relajación excepcional que el caribe imprime en cada persona que esté en él, decidimos comer en el pueblo y regresamos al hotel (cuyo nombre no apuntaremos aquí ya que lo haremos después).

Caminando por el Parque

Nos quedamos hasta tarde en la playa, yo mayormente chapoteando en el agua, decididamente sin nada para leer, en puro contacto con la arena, el sol y el agua, buscando en mi cabeza alguna canción parecida a esa que sé que hay de Luis Miguel y que habla de estas cosas. No quería estar en nada.

La línea inexistente

Pero de la felicidad a la infelicidad ya sabemos que hay una línea muy delgada, más que delgada inexistente, eso es, una línea inexistente que nosotros y nuestras circunstancias movemos, como esas canchas de juegos en la arena de la playa.

Con arena y agua salada pegada en el cuerpo y después de ganarle a mi mujer con un yo me baño primero, quedo atónito debajo de una gota de agua que no tiene el volumen suficiente para desprenderse de la regadera de la ducha. No lo puedo creer pero mi felicidad aún es demasiada y tras meterme nuevamente en mi pantaloneta mojada salgo a la habitación diciendo muy tranquilamente, “Che no hay agua”.

Bajo entonces hasta la recepción, sin dejar de admirarme nuevamente por la exuberancia del jardín tropical y la simpática rusticidad caribeña de la construcción, para darme cuenta, antes que todo, después de nada, que por esos días en ese hotel ya no habría agua. Igual me enojé o fingí y al final conseguimos, no por hacernos los enojados, sino porque eso iba a suceder, unos finísimos hilitos de agua que nos bastaron para enjuagar lo poquito que la felicidad se nos había ensuciado.

Salimos a cenar, comimos riquísimo, y nos olvidamos del tema al punto de que ni si quiera compramos una botella de agua para la noche.

Caricaco en Parque Nacional Cahuita

Dormimos bien, nos levantamos temprano, tan temprano como los alemanes que tampoco se habían podido bañar muy bien y cuyo líder turístico peleaba en la recepción por el sin sentido de la falta de agua en un hotel término medio, en fin un hotel. Me sumé, más por no parecer desaprensivo, un poco a esa iniciativa, pero pronto me retiré con uno de los argumentos más fuertes que he esgrimido hasta hoy en tiempo de conflicto real: “Vamos a aprovechar lo que hay, que es el desayuno”.

Mientras desayunábamos con mi mujer veíamos el teatro de las caras de indignación del primer mundo que casi nunca de esa expresión se sustraían. Estaba nublado y oscuro, el personal del hotel cansado, la pelea estaba acabada y era nuestro segundo y último día de fin de semana.

En vez de reclamar y discutir, decidimos marcharnos. Nos fuimos medio buscando la comodidad de nuestra casa, y en el camino entramos a conocer el Parque Nacional Cahuita. Salió el sol, nos bañamos en el mar y descubrimos, junto a nuestras circunstancias, que el parque estaba repleto de duchas y cambiadores, duchas potentes y frescas.

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