La pandemia del olvido

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Los síntomas comenzaban de forma caprichosa y aleatoria, algunos no distinguían los sonidos o solo escuchaban el ruido de fondo de la ciudad. Otros empezaban a olvidar el significado de las palabras, no del todo, sino como el gusto de las comidas, que iban perdiendo sus notas, sus acentos, sus diferencias. Un sonido monótono, un gusto homogéneo, como una frase vaga que bien pudiera significar de todo un poco, y la sensación generalizada de que ese todo o ese poco ya se había agotado. Siempre hay personas más duras, que tienen o se arman de mejores defensas. Lo digo porque un día escuché a un hombre tratando de explicarle a su vecina lo que estaba ocurriendo, hasta que en un intento extremo perdió la compostura y le dijo de balcón a balcón: ‘hablarle a usted es como cantarle a una yegua sorda’. La pandemia era real, la mujer no decodificó la violencia ni el agravio. Los expertos la llamaron la pandemia del olvido, y se explicaba en parte, por tanto tiempo de no conectarnos con las cosas reales. No digo cazar, cultivar, recolectar, digo ya no ir al supermercado. La otra razón, en las antípodas de la primera, y por eso no menos grave, era la sobrexplotación que le habíamos dado al último recurso que nos quedaba: el simbólico. Insultar ya no era un alivio y expresar el amor una ceremonia superflua hecha de infructuosas redundancias. Sin embargo los sentimientos sobrevivía y eran el íntimo espejo donde podíamos ver todo lo que íbamos perdiendo: los pájaros, las flores y los nombres de las calles fueron una de las primeras cosas que se dejaron de distinguir. Manifestaciones como la danza ayudaban a pasar el mal trance que estábamos pasando y, aunque sus resultados involucionaban notablemente, las personas ponían todo su empeño en reorquestar alguna coreografía de lo que había significado ser o existir. No tardaron en llegar quienes supieron aprovecharse de la situación, ofreciendo experiencias sanatorias de todo tipo. Solo era cuestión de conectarse a una pantalla para aprender algo realmente valioso o reaprender lo olvidado; los gurúes parecían sobresalir a punta de saberse un libreto más exacto, pero sabían mucho menos que el común de la gente. Las mascotas, como los perros, que ya venían siendo idolatradas, estaban tomando el control. Eran guías para las cosas más básicas, como comer, salir a pasear o irse a dormir, cuando no escalaban a liderazgos espirituales o sagrados. Pero el problema de verdad, decían, sería para las futuras generaciones, que tendrían la titánica tarea de descubrir nuevas formas de aprender, de comunicarse; de defenderse de la cruenta naturaleza que no les perdonaría aquel desinterés reinante. Sin embargo, no había caos ni pánico, hacía tiempo que el mundo funcionaba gracias a las máquinas, ellas sí sabían sobre el origen, la evolución, los principios y el funcionamiento de todas las cosas existentes, incluido el lenguaje; aunque eran incapaces de sentir, porque habían aprendido sobre emociones como se aprende historia del arte, física o matemática. Los más tercos todavía le ponían manteca al pan, releían notas de sus propios cuadernos, regaban sus plantas, escuchaban la música original que había quedado grabada y veían viejas películas aunque ya no las podían entender. Algo del fondo, algo de la forma se nos irá pegando, decían los que aún libraban la batalla contra la pandemia del olvido.

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