Del calor que hacía la tarde parecía alargarse, pero no, eran las personas nomás que buscaban retrasar las cosas que hacer, y fue por eso que el caballo se espantó, con una de esas manchas oscuras que se hacen en los huecos donde entran las primeras sombras, en un movimiento incompatible con la estabilidad del jinete, que se reprochó, antes de golpear contra el suelo y quebrarse casi simultáneamente el brazo y la pierna derecha, haberse lerdeado por el calor y volver del campo casi de noche. Y bueno, el golpe y las lesiones eran ya algo del pasado, y ahora la cosa era armarse de paciencia, y la frase le sonó bien, teniendo en cuenta las circunstancias, mientras se cebaba unos mates a la sombra, con la mano sana, intercalando la acción de llenarlo y luego tomarlo, en dos pasos bien separados, algo que se hace, naturalmente, casi al mismo tiempo y con las dos manos. Y miró el termómetro colgado en la pared y el mercurio ya se expandía hasta los treinta grados, y si hubiera sido por él hubiera puesto las vacas a la sombra antes de las diez de la mañana, en cambio se quedó esperando solo para ver que trajeron las vacas casi al medio día. Después vio unas varillas, unos alambres y unas torniquetas apoyadas contra un árbol; firmes evidencias de todo lo que estaba dejando de hacer. Menos mal que no es invierno, así no hay que cortar leña, fue el consuelo que encontró, mientras empezaba a recoger la cadena, con la mano y pisándola con pierna que le quedaba buena, para volver a tirar con la mano hasta lograr sacar agua del aljibe y medio bañarse en lo que iba a ser el verano más caluroso de los que se tenían registro en la historia. Así unos cuarenta y cinco días más, y calculó que para cuando le sacaran los yesos sería otoño, e hizo otra serie de cálculos, más o menos generales, y tal vez, si los sesenta y cinco años de ser criollo se lo permitían, poder volver a subirse a un caballo el próximo verano, y así la bola redonda del sol caía una vez más bajo la línea del horizonte, como en los días siguientes.
