Iba conduciendo camino al trabajo, cuando se me atravesó, en esa sucesión vaga de pensamientos que tenemos cuando manejamos por rutas frecuentes, el raquítico recuerdo de un sueño de la noche anterior. Era niño y estaba en el apartamento de mi abuela, donde había crecido, pero a la ciudad que veía por la ventana no la conocía. Supe que era invierno y hacía frío, porque la gente en la calle iba abrigada y la luz era gris. De pronto, la voz de Waze, ese mapa que todos seguimos ciegamente hasta los lugares mas conocidos, me advirtió, “icy route ahead”. Algo más que el irrebatible hecho de vivir en los trópicos, me puso en guardia. Además, estaba demasiado oscuro para ser de mañana. El automóvil también lo advirtió y encendió las luces por su cuenta. Busqué en la pantalla la temperatura, pero no la encontré y empecé a mirar, primero a la gente, que efectivamente estaba abrigada. Después, los edificios viejos que ya no podía reconocer como de una u otra ciudad. Quizás porque estaban inclinados, a punto de caerse sobre la avenida.
