La terminal no había cambiado, apenas un poco los colectivos, con un diseño más contemporáneo, aunque hacían el mismo ruido, tenían el mismo temblequeo y el boleto seguía siendo físico, igual que cuando Beltroni era estudiante universitario y regresaba a pasar un fin de semana al campo. Su madre solía esperarlo con mate y pastafrola. El recuerdo, recurrete y benigno por naturaleza, le devolvía siempre una misma tarde fresca y soledada. Monstró su boleto y subió, el olor era el mismo, ese olor a pueblo del interior, a oxígeno corriendo por el descampado. Gracias al baiben monótono del viaje no se durmió profundamente como cuando tenía 20 años, esta vez dormitó, leyendo en los movimiento y las micro capturas del paisaje que podia hacer por la ventana por qué pueblo andaban, en su retorno hacia al sur, un tema tan utópico como ineludible, tanto para los personajes de la literatura como para la gente común de la pampa argentina. Para su parada ya estaba totalmente despierto, mirando cada detalle, una laguna seca, una calle de tierra recta, eterna, un Tala en la esquina de un alambrado que le pareció haber reconocido. Tampoco le estallaba el corazón en el pecho lleno de nostalgia, le pareció más bien una ilusión, que se le desvaneció apenas se bajó del colectivo. Ya puesto en tierra, caminó por la misma calle que siempre lo había llevado hasta la casa y se sintió propio del lugar, como si nunca se hubiera ido. Ese sentido de pertenencia lo alegró y perturbó al mismo tiempo, porque no tenía sentido. Mirando la silueta del bosque de eucaliptos donde la calle terminaba, comenzó como a ver unos puntitos rodeados de una mancha que crecía, una polvareda: perros simarronoes persiguiendo una liebre, pensó primero alarmado, luego, estampida de vacas; no era para nada un andar propio de paisanos a caballo, que es la versión ilustrada de lo verdaderamente autóctono. Ya más sereno, casi contemplativo, como viendo desde afuera lo que le estaba pasando, se dio cuenta de que estaba listo para regresar.
