Era el final de un viaje muy largo y poco turístico que tuvo su epicentro en Madrid, donde me había afincado. Intentaba escribir desde allí las primeras historias que esa experiencia me proporcionaran, pero el tiempo se hizo escaso para un inmigrante latinoamericano que había encontrado en la gastronomía un refugio para subsistir. Por cierta forma de hacer las cosas de una manera muy eficiente que me caracteriza hasta en las tareas mas nimias, ascendí rápidamente de mesero a encargado de una auténtica taberna española. Ese hecho, intrascendente a la mirada general, me abrió las puertas al infinito mundo del buen comer y beber, intrínseco a la manera de socializar de los españoles. Así empecé a conocer personas y hacer mis primeros amigos: administrativos del Reina Sofía, periodistas, pintores, chefs y bailarinas de flamenco me invitaban a sus celebraciones de rigor en las inmediaciones de Antón Martín, que era el barrio donde residía. Mi vida social creció exponencial e inversamente proporcional a las posibilidades materiales y necesidades espirituales básicas para escribir o conservar la buena salud; que acusó su desgaste con un contundente “catarro” ibérico. De cualquier manera, mis vacaciones iban a llegar y llegaron y, aunque no tuviera planes, una amiga catalana, justamente de esa familia extendida a la que yo me iba integrando en Madrid, me invitó a conocer Barcelona, su tierra natal. El plan era estupendo, sumado a que viajaríamos en el tren rápido, y que durante el fin de semana, tendríamos una celebración de cumpleaños en una finca de la familia de mi amiga, en un pueblito medieval llamado Montblanc. Luego, su departamento y Barcelona quedarían sólo para mí. Lamento que el paseo en motocicleta que hicimos por el Passeig de Gràcia y la extensa Avinguda Diagonal, una experiencia memorable para mí, me costarán al final tan caro. Eran los primeros días de diciembre y el invierno había entrado como un enorme animal gris que cada día se comía una parcela de luz en el horizonte. El día amaneció despejado en Barcelona, pero cuando llegamos a Montblanc ya estaba nublado y un viento helado que nos congelaba las manos bajaba de la montaña. Nos recibieron con caballos y vino de Cava. Al medio día empezó nevar copiosamente, lo que hizo que se llevarán, primero a los niños e inmediatamente después a los caballos, y cerraran el cobertizo donde los invitados estábamos. Lejos de amainar, la nevada se intensificó, por lo que se tomó la decisión de continuar la celebración dentro de la casa, una rocosa y vieja casa de campo que estaba helada y, aunque tenía una gran chimenea como la que se pueden imaginar, no era tan grande como para disimular que los integrantes de la fiesta, tanto propios como extraños, nos disputábamos por un lugar más cercano al fuego. En vez de eso, me quedé mirando por la ventana el paisaje que se había vuelto totalmente blanco, y esas sierras chatas que apenas se habían bocetado en mi retina ya no estaban. No puede evitar, por aquel entonces, hacer la analogía con la hoja en blanco, la idea de borrar y volver a escribir o lo que es hoy este mismo ejercicio anticuado: tratar de recordar y escribir; revivir algo que ya pasó. La tarde no duró más que los postres y antes de que se hiciera de noche algunos invitados comenzaron a marcharse. Los de mi comitiva decidieron que era poco prudente regresar bajo esa nevada a Barcelona, mientras el Cava, que parecía otro fenómeno natural, seguía brotando desde nuestras copas. Dormí como un niño, empequeñecido debajo de varias de frazadas y desperté con una recaída en mi catarro totalmente declarada. Previo paso por una farmacia fui hospedado en el departamento de Barcelona, donde convalecí por una semana. A veces, cuando por las tardes la fiebre bajaba, salía a dar un paseo por la Rambla. En aquel frágil estado, la Sagrada Familia me pareció una alucinación bien proyectada. Caminar por la ciudad era un ejercicio hostil para el cuerpo y poco reconfortante para la mente, y aunque fuera muy joven por esos días, me cuestioné mucho aquel proyecto en particular y la idea en general de dedicarme a escribir.