El sonido de la heladera

PIN

Fue en la pandemia, un tiempo del que ni me puedo acordar bien, tan antisocial, tan silencioso e incierto que parece mentira haberlo atravesado en realidad. Me acuerdo salir a la calle desierta, ver el cielo sin aviones, que acá en San José, Costa Rica, es algo increíble. En algún punto del confinamiento pensamos que era buena idea cambiar la refrigeradora, la heladera o como sea que le digan, por una más grande, más moderna; pero la nuestra está buena, pero es que tiene más de 8 años, y cuántos años tienen que tener una refrigeradora para cambiarla; que todos estábamos las 24 horas del día en la casa, y quizás este fue el punto inflexión de la pelea, el argumento irrefutable. La compramos en línea, por marca, por precio y capacidad. No nos dejamos deslumbrar por la tecnología, atrapados como estábamos en Internet, recibir un artefacto analógico que nos daría mayor calidad de vida era todo un logro. Hubo otras empresas paralelas, la maquinita para hacer pasta, el doble cambio césped o zacate del jardín o como sea que le digan. Dos veces, porque después de la primera pintamos la casa en época lluviosa y los pintores rompieron el césped, está claro.

La escuché enfriar furiosamente nuestros alimentos desde la primera noche, no era un ruido de réfri normal, era más fuerte, vibrante y metálico, como el de una heladera antigua. Me acordé de una que tenían mis abuelos, que te daba una patada eléctrica si la abrías descalzo. Dudé varios días, porque el silencio exacerbado podría estar jugando en su contra o en mi contra, que sé yo. Un día simplemente lo determiné: nada más que hablar, la heladera es flamantemente ruidosa. Un aparato nuevo, seguramente fabricado con componentes viejos, una tecnología obsoleta dentro de un caparazón contemporáneo y tantas otras variables de engaño que analizamos y llevamos al podio de las conversaciones en familia. A esto no se lo dije a nadie, pero llamé al servicio posventa y llegué, después de muchas llamadas y corroboraciones, entre ellas un diagnóstico telefónico del electrodoméstico, al departamento técnico de la respectiva marca de heladera. El técnico llegó puntual, impecable, con un pequeño maletín de herramientas. Midió el frío, la frecuencia de encendido del motor y mientras corroboraba que todo estaba en orden me iba envolviendo en su discurso del mundo contemporáneo de las refrigeradoras: “nos exigen usar líquidos refrigerantes amigables con el ambiente”, que por su puesto enfriaban menos. Me pareció un hombre responsable, cabeza de familia. Eludió bien el tema del sonido y hasta me dio su tarjeta con un número telefónico. Pensé, voy a llamarlo a las 3 de la mañana, para que vea lo bien que funciona la heladera a esa hora, pero eso era un tema de otros especialistas, del Yoga y de la Acupuntura, y de tantas otras cosas de vidas enteras que habían terminado encerradas en unos escasos metros cuadrados de acción para toda diligencia. Y aunque todo pareció detenerse, en su modo siempre subterráneo, el tiempo siguió pasando y un día ya no era pandemia sino media pandemia y al otro día estábamos con esquema de vacunación completa, totalmente inconscientes de lo que nos había pasado, aún hoy, que a la heladera ni la escuchamos.

Relacionado

Leave Your Comment