El sueño de los otros

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Fuera de su trabajo cotidiano de escuchar, entre otros relatos, los sueños de sus pacientes, los días del Doctor Rossi discurrían por el cause bien establecido de una vida tranquila y metódica. Los sábados, bajaba de su apartamento a desayunar al “Café de la Plaza”, donde empezaba su rutina de desconexión en una mesa compuesta de abogados, médicos, contadores y hasta algún tipo de empresario, que habían forjado un vínculo en el café, por fuera de sus actividades profesionales, comerciales o familiares. Rossi le llamaba la burbuja, porque el grupo no estaba contaminado con nada que tuviera que ver con sus vidas privadas, más allá de las puertas del café. Hablaban de deporte, de economía, de política o de cualquier cosa que apareciera en las noticias; la pasaban bien. Por su puesto que Rossi nunca hablaba de sus pacientes, aunque hacía algún tiempo que estaba inquieto por uno en particular que le contaba un sueño recurrente: entraba en un bar, desenfundaba un revolver calibre 32, herencia de su bisabuelo que había sido militar, y apuntaba hacia una mesa donde el mismo doctor Rossi estaba. Y ahí se terminaba el sueño. Cada vez que se lo contaba Rossi no podía dejar de preocuparse por su “mesa de amigos” y sonreír para disimular el miedo real que le generaba. Seguramente, pensaba, le da mucha ansiedad venir a la consulta y eso le genera el sueño. Una vez le preguntó si se daba cuenta en qué café o zona de la ciudad estaba, pero el sueño no precisaba eso, sí que era una mañana luminosa de otoño y, que no sentía culpa ni ningún tipo de remordimiento, y que cuando entraba, el bullicio típico de un café se transformaba en un silencio de muerte. Rossi era soltero y nunca se había referido al sueño, ni en la mesa de amigos, ni con su propio terapeuta de rigor, pero esa mañana de sábado espléndida, luminosa y otoñal sintió que tenía que contarles, aunque rompiera la burbuja por hacerlo. No hubo tiempo, apenas si se sentó y saludó a sus “colegas” cuando su paciente entró por la puerta, con su característico aspecto de no haber dormido bien y no haberse bañado ni afeitado en la mañana, cosa que a Rossi le incomodaba bastante, aunque se juzgara por hacer valoraciones de esa naturaleza. Se llamaba Emilio Pacheco y era un comerciante que había prosperado vendiendo cotillón y todo tipo de chucherías para bodas, cumpleaños y fiestas. Rossi no lo podía creer cuando Pacheco sacó el revolver calibre 32; que no brillaba como se lo había imaginado sobre el relato del sueño que su paciente le había contado tantas veces, en cambio se veía como un pedazo de hierro deslucido, un arma vieja y mal conservada. Le apuntó en una sólida y bien articulada posición de tiro, Rossi atinó a decir, Pacheco, acá se termina el sueño. Pero el sueño no era de él, el sueño era del otro.

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