Los Inmortales de la Chispa

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Esta es una historía extraordinaria que Beltroni me contó hace mucho tiempo, de la que he dudado, descreído y vuelto a creer, según a mí también me van pasando los años.

La cosa era que Beltroni, ocupado en sus quehaceres veterinarios, viajaba hacia un pequeño pueblo de la pampa gringa argentina, situado en algún punto de la difusa frontera entre las provincias de Córdoba y Santa Fe. Como ese año había sido “Niño” muchas rutas estaban inundadas, lo que obligó a extender su desplazamiento por rutas alternas para rodear los terrenos anegados.

Conforme daba esa gran vuelta, en una estación de servicio se le dio por preguntar si para llegar a su destino había otra alternativa y para su sorpresa, un hombre alto, corpulento, rubio, un “gringo”, como muchos por esa región del país, le dijo que sí.

Era un trayecto de unos 120 km de tierra que cruzaba por campos altos, sin señalización, pero con la indicación esencial de que todos los cruces eran a la derecha excepto el de La Chispa, que era a la izquierda, le dijo el hombre mientras le cobraba la factura. El nombre del cruce le causó cierta curiosidad, pero la naturalidad con que su interlocutor la pronunció anuló de raíz la posibilidad de hacer una pregunta. El plan era bueno, teniendo en cuenta los 300 km que le faltaban para llegar a su destino.

Entonces Beltroni comenzó a rodar por aquel “camino alto”, respetando todos los giros a la derecha hasta que llegó a La Chispa, donde se detuvo y se bajó a estirar las piernas. Era un pueblo totalmente abandonado, simétricamente desplegado hacia ambos extremos del cruce, aislado en medio de grandes extensiones de sembrados y atravesado por una linea de ferrocarril y un par de gigantes silos cerealeros.

Al frente de donde había estacionado, justo en la esquina del cruce, había una vereda alta y una de las pocas fachadas que estaba en condiciones. En su entrada, se alcanzaba a leer un cartel que decía “Asociación Los Inmortales de la Chispa”. Le pareció un chiste de mal gusto de algún viajero extraviado, pero un cálido bullicio que provenía del edificio lo invitó a cruzar la calle.

Aveces pienso que nunca abrí esa puerta, que todo es producto de mi imaginación o un cuento que me contaron a altas hora de la noche, me dijo Beltroni a esa altura del relato. Tampoco la abrió, porque al acercarse descubrió que era de doble hoja y estaba entreabierta. El recinto rebozaba de hombres jóvenes, jugando cartas en mesas redondas con manteles blancos, tomando café o aperitivos. Altos, corpulentos y rubios, como la mayoría de los ‘“gringos” que se ven por esos pueblos. Eran tipo las 11:45 de la mañana, me dijo, seguramente porque el dato le confirmaba la alta afluencia en el establecimiento, que se iluminaba con grandes chorros de luz que entraban por las cortinas que ondulan sobre las ventanas abiertas.

La solemnidad del reciento, poblado de gestos y sonidos cosmopolitas, contrastaba con el agreste y solitario mundo exterior. Se acercó al mostrador y una mujer, la única que pudo ver, le preguntó si quería tomar algo. Pidió un tostado de jamón y queso y un expreso. Algunos lo miraron, pero rápidamente volvieron a lo suyo y no le prestaron mayor atención. No parecía un extraño, quizás por ser él también alto, corpulento y rubio. Y así como entró salió, aunque ahora sí le llamó la atención que en la calle solo estaba su auto estacionado. Sin nadie con quien comentar lo sucedido, retomó la marcha desde el cruce hacia la izquierda.

Antes que se hiciera de noche llegó a su destino, un pueblo parecido al anterior, simétrico, con un par cruces o esquinas más, pero habitado, con calles rotuladas en sus esquinas, casas, bicicletas y autos circulando. Esa noche, mientras cenaba en el Club, que era casi idéntico al que había visitado al medio día, le preguntó por La Chispa a un hombre alto, corpulento, rubio, que estaba sentado en la mesa de al lado. Desde que dejó de pasar el tren, hace unos 50 años, es un pueblo fantasma, le contestó.

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