Despedida

PIN

Cuando éramos chicos, mi abuela solía llevarnos a una heladería que estaba a la vuelta del departamento donde vivía, en pleno centro de la ciudad. La heladería era una marca local de apellido familiar, en una época donde no existían las cadenas ni franquicias. No me acuerdo bien en cuál de todas las crisis económicas fue pero la heladería quebró. En la mítica esquina que era suya, vi enmascarar su local por una sucesión de cafeterías, tan parecidas como falsas para mí, durante toda mi vida universitaria. Pasaba por ahí después de clases, porque me atraía esa parte de la ciudad que reconocía más como animal que como gente. Me fui un par de años y regresé al final unos meses, un periodo necesario que me otorgué para despedir a la ciudad que me dejó nacer; somos en definitiva su flora, su fauna, supe leer. En esa extraña etapa de transición, en la que una parte del ser se aferra mientras la otra intenta arrancarla de su lugar, una noche de insomnio, salí a caminar por el centro que estaba vacío porque era un día común de semana. Sin proponérmelo caí en la esquina de la heladería. Quedé paralizado por un coctel emocional: felicidad, nostalgia, sorpresa. Ahí estaba, flamante, recién abierta, bañada de luz blanca. Era como la una de la madrugada, pero era una noche primaveral fantástica, esas que anticipan las del verano que ya vendrán. Entré, y antes que ver olí, era el helado. Le pregunté a una muchacha perfectamente identificada como personal si la heladería estaba abierta. Me contestó con un suave movimiento afirmativo de su cabeza mientras me preguntaba qué “gusto” quería.

Este microcuento se publicó originalmente en Microdosis de Ficción.

 

Relacionado

Leave Your Comment