El toro real

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Hay días que parecen estar hechos para que algo fuera de lo común ocurra: un accidente, un evento extraordinario. Aquel día en el campo parecía ser uno de esos, un domingo helado de junio, sin una sola nube, una tarde atrapada en su postal, con el sol apagándose como una brasa en el invierno de la pampa.

Acaso Alberto pudo presentir algo en aquella quietud artificial, al respirar ese falso aire de calma que contenía un grito de auxilio ahogado en el silencio rural. Estudiante de periodismo, había cambiado el campo por la ciudad, donde regresaba con frecuencia  para visitar a sus padres y algunos amigos.

En el campo había un rodeo de vacas Holando Argentino para la producción de leche. Como suele acostumbrarse, había también un toro de la misma raza, esas vaquitas blancas y negras, que son bien conocidas por su mansedumbre. Sin embargo el macho, aunque también demuestra este mismo comportamiento en la juventud, pasado los dos años de edad suele manifestar un repentino cambio de temperamento.

El toro siempre estaba allí, a veces junto al rodeo, otras veces aislado para que no molestara, según la necesidad. En los últimos días había sido común oirlo bramar y mugir quejosamente más de la cuenta. También rascar el suelo con sus patas delanteras y echarse tierra al lomo, que es una señal muy típica del mal humor o enojo de estos animales. Ya había superado los 2 años de edad y su biología lo iba haciendo malo puntualmente, solo porque la naturaleza se lo iba indicando.

Esa tarde tan quieta se lo había escuchado bramar desaforadamente, como si él fuese el único habitante del campo. Alberto lo había visto un día antes, muy cerca de la casa, enmarcado en el espacio que dejaban los extremos de una tranquera abierta, a contraluz, grande y siniestro, haciendo todo su repertorio de bestia enojada. Es más, al verlo se fue por su cámara de foto, pero al regresar ya se había cambiado de lugar y la fotografía carecía del valor pictórico que había visto en el cuadro anterior.

Visto desde aquí, todas las cosas parecían ir prefigurando el terreno para una desgracia. La tarde fría parecía un cristal a punto de estallar y aunque el toro se había ido apoderando de la escena campestre, nadie en realidad pudo anticipar lo que sucedería. O sí, y quizás la madre de Alberto habría dicho… “¿qué vamos a hacer con ese animal?, los otros días no pudimos sacarlo del corral…” Pero lo cierto es que nadie recordó al final si esto lo dijo antes o después del siniestro.

Todos estaban en la cocina, cerca de la estufa a leña porque hacía frío de verdad, unos 4 o 5 grados al caer la tarde. En eso escucharon los gritos de una mujer y cuando salieron ya todo había pasado. Jorge, el hombre encargado del ganado estaba todo ensangrentado, casi no podía caminar y se sostenía sobre su mujer que pedía ayuda en estado de shock; porque ella había visto todo lo que había pasado.

Jorge había intentado mover el toro de una parcela a otra, pero el toro había hecho caso omiso a sus intenciones, sin dejar de mostrarle lo poco que le gustaba que lo molestaran un domingo por la tarde. Era el día del padre, quizás esa atmósfera de reencuentro y resguardo familiar se respiraba también en el ámbito de la granja.

Según la misma mujer de Jorge contó después, ante la negativa del animal Jorge dio la vuelta -iba a pie- para retirarse, y en ese instante el toro lo embistió desde atrás. Lo tiró al suelo y ya no lo dejó, a pesar de todo lo que Jorge hizo para librarse y no librarse, que es la recomendación más usual: tirarse al suelo y fingir rigidez de muerto, que en este caso el animal aprovechó para revolcarlo y presionarlo más contra el suelo, con su cabeza gigante (por suerte sin cuernos), usando la fuerza descomunal de su cuello. Esto duró un tiempo difícil de precisar y fue hasta cuando la mujer de Jorge salió corriendo y gritando hacia el medio del campo cuando el toro frenó. Una especie de distracción, algo que le hizo “pensar” en lo que estaba haciendo o vaya uno a saber.

Antes de poder planear nada la noche cubría el campo como una gran frazada helada y Jorge estaba en el hospital, con bastante cortes y magulladuras, pero milagrosamente sin ninguna herida de gravedad. Una vez recibida la noticia la familia comenzó a deliberar quién iría a recoger el ganado esa madrugada, porque el padre de Alberto estaba en el hospital y ahora él era el único “hombre” que había quedado en el campo, así que debería ir.

La noticia lo asustaba y le agradaba al mismo tiempo. Internarse en la oscuridad de la madrugada, caminar por donde el animal había atacado a un experimentado hombre de campo, vivir su peligro, estar en una situación real. Era una buena historia para contar en la universidad,  pero además, la oportunidad de levantar la alicaída estampa campestre que le había dejado su giro profesional.

Se fue a dormir temprano para descansar y soñó con el toro, estaba idéntico a la foto que le hubiera querido sacar, pero ahora tenía manchas de sangre en la cara. No fue difícil notar lo afectado que estaba por lo que había ocurrido, pero no sentía miedo, más bien le sorprendía con la fidelidad que el toro se veía en el sueño, aunque no lo hubiera vuelto a ver después del día anterior al evento.

Se despertó solo, antes que sonara el despertador a las 5 de la mañana, fue a buscar su “ropa vieja de campo”, pues él vivía en la ciudad y esos días estaba de visita. Se abrigó mucho, tanto que le impedía una buena movilidad en caso de necesitarlo, y tomó la vieja carabina de su abuelo, que es una arma de largo alcance y bajo calibre, muy usada para combatir alimañas, como comadrejas y zorrillos en el campo. No es un arma capaz de detener a un animal de ese tamaño, pero al menos tenía algo en sus manos, algo que le daba una mínima oportunidad ante un desenlace desafortunado, ante el embiste furibundo del animal, ante el miedo, al menos tener la posibilidad de disparar.

En la oscuridad solo se escuchaban las pisadas dóciles de las vacas en el pasto escarchado y el mujido temerario del toro, que parecía percibir la presencia de Alberto y hacer notar ese disgusto a cada paso. No podía verlo pero si imaginarlo de muchas maneras: caminando a un costado, moviendo su cabeza hacia los lados, separado de él apenas por un par de vacas, detenido con la cabeza en alto, pendiente de su intromisión.

El frío amplificaba todo los temores que está situación iba generando, con el cuerpo adormecido, temblando retraído en la soledad de la madrugada, como si ese fuese su último esfuerzo por crecer, trabado en la disyuntiva de querer y no querer dejar de ser un niño.

Así fue llevando el rodeo, muy despacio, con los sonidos típicos que las vacas acostumbraban escuchar, a pie porque no había caballos en esa época “moderna”, dejando que las vacas siguieran tranquilas su rutina de traslado.

Cuando llegaron a la ensenada grande donde los animales debían reposar ya estaba aclarando y pudo verlo por primera vez después de lo que había pasado, mezclado entre la vacas, bastante lejos de donde él estaba. Tuvo de pronto mucho miedo, una sensación fría le recorría todo el cuerpo, un shock que lo paralizó, quizás por entender que había estado muy cerca del toro en plena oscuridad. Era algo muy real, quizás lo más real que había vivido hasta entonces.

 

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